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pio ser sentía yo el frenesí de independencia; yo era también obstinado rebelde, y el impulso centrífugo me lanzaba fuera del régimen de mansedumbre y rutinas putrefactas de puro viejas. Yo era también Cantón o quería serlo, fundándolo en el único pacto que mi mente concebía, el trato de amor con la mujer amada.

Érame odioso el pesado matalotaje de leyes que por todas partes nos cercan y aprisionan. Infecto me resultaba el llamado Orden Social, atmósfera demasiado espesa y malsana para mis pulmones. Así, para juzgar los arrebatos facciosos de las ciudades andaluzas, yo ponía mañosamente a un lado la reflexión, y me iba derecho al asunto con mi fantasía sin freno y con el centelleo de la pasión que me abrasaba.

En aquellos días de soledad ensoñadora, mi única placidez era el nocturno ambular por las calles, sin dirección fija. Mis piernas se volvían de acero. Al término de mi excursión no me era fácil decir por dónde había pasado, como no fuera la calle de Rodas y adyacentes, a las que consagraba largo tiempo de mis caminatas. No ponía ya gran atención en los grupos ni en los diálogos, natural expresión de la vida en los lugares de mi tránsito. Más que lo de fuera veía yo lo que en mi interior llevaba, y más que el lenguaje del pueblo me impresionaron, una vez y otra, voces pronunciadas sólo para mis oídos, aliento y susurro de seres invisibles que en torno a mi cabeza revoloteaban.