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mujer ideal empleando las divinas artes de su potestad sublime, ultraterrena.

Como en aquellos días no iba yo al Congreso ni parecía por la oficina, apenas pude enterarme de las graves sublevaciones que amenizaron la vida nacional en diferentes provincias. Nicolás Estévanez, única persona que yo visitaba entonces, me contó lo de Málaga que fue, no del tenor, sino del barítono siguiente, como decía en su guasón estilo mi amigo Roberto Robert. Los inquietos federales malagueños, ávidos de campar por sus respetos, rompieron todo lazo con el poder central, declarándose francamente autónomos. Cabeza de la insurrección fue un hombre de más osadía que inteligencia, llamado Eduardo Carvajal, tío del Ministro de Hacienda. Con las armas viejas requisadas en la Ciudad y las que quitaron a los pocos soldados que el Gobierno envió como guarnición de la plaza, se pusieron en pie de guerra. El travieso jefe de aquel movimiento tenía sin duda relaciones más que amistosas en el mundo oficial de Madrid, porque obtuvo de un empleado secundario de Guerra, sin conocimiento del Ministro, una orden para que le entregase cuatro cañones el Parque de Sevilla. Las cosas que entonces se veían en España no se vieron jamás en parte alguna.

Compinchado con amigos de Sevilla se dirigió Eduardo Carvajal a esta ciudad con una partida de mil hombres, entreteniéndose por el camino en cobrar contribuciones y en el merodeo de víveres y caballos. En su marcha