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liosa mujer, y sintiéndome fatigadísimo y con dolor de cabeza, me retiré a mi casa. Pasé la noche compartiendo mis horas entre el sueño y el delirio, atormentado por visiones de la realidad y espejismos de un mundo ilusorio y fantástico. Dolencia grave del ánimo debo más bien llamar a mi pasión ardiente por aquella mujer, apenas vista, y más adorada cuanto mayor era el espacio entre su persona y mis brazos amantes. En la hermosa Floriana veía yo la cifra y resumen de mi existencia, el reposo definitivo de mis ansias de amor, lanzadas a prueba en mil ocasiones sin hallar nunca la ideal satisfacción de ellas.

Entre los disparates con que me mareó Celestina, brilló con fulgor de relámpago una idea práctica. ¿Por qué no utilizaba yo en provecho propio mi omnímodo poder en la esfera oficial? Si a los demás hacía yo felices, ¿por qué no agenciaba para mí la felicidad de ser rico, que me daría la más fácil solución del problema de amor? Tal fue mi vertiginoso delirio en aquella madrugada. Por más vueltas que daba yo en mi abrasado cerebro a la idea y propósito de traer a mis manos el premio gordo de la Lotería, no hallé la manera y forma de entenderme con mis espíritus familiares para que estos dieran positiva realidad a mi loco ensueño. Cuando las luces del nuevo día despejaron mi cabeza, vi con claridad que mi solo recurso era encomendarme con alma y vida a mis aéreos protectores, y ellos me sacarían de penas, ellos me traerían la