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prosa hebraica del nuevo profeta don Roque. No seguimos porque tuve la suerte de que la entrada súbita de Celestina cortase un coloquio que no podía serme agradable. El tábano de Licurgo se fue, zumbando de mesa en mesa, hasta llegar a una donde se apiñaba el grupo más ruidoso de la patriotería del barrio. Solo ante mi corredora, me faltó tiempo para desembuchar lo que tenía que decirle. En efecto, Floriana no vivía ya en la calle de Rodas. Respecto a la ausencia de la linda moza daban las vecinas distintas explicaciones. Ninguna indicó que se hubiera liado con un ricacho carcunda.

«¿Qué tengo yo que ver con las habladurías de aquel barrio, que es el mentidero de la tía Cotilla? -respondió la Tirado, tomando el primer sorbo de un medio chico del blanco de Méntrida-. Créame a mí, y siga el consejo que le voy a dar: Desaparte ya su pensamiento de esa mujer, que no será para usted como no ponga toda su influencia con el Gobierno para que le caiga el premio gordo de la Lotería. La Floriana es y será siempre gala para hombres ricos. Si ha de seguir usted en su vida modestita y a la pata la llana, con influencia y todo, arréglese ya de asiento con esa doña Calendaria que es mujer barata, pues ella se mantiene con versos, que algunos llaman berzas, se desayuna con periódicos, y se viste con las percalinas amarillas y encarnadas que se usan para colgar los balcones en días de patriotismo».

Oí con desprecio las exhortaciones de la