muy elegante, diplomático y qué sé yo qué... Una de las veces que fui a ver a Floriana de parte de mi señor, me habló de usted con mucho retintín. Por ella supe que es usted el hombre de más poder en la política y el de mayor metimiento en los despachos de todos los Ministros. Luego me dijo: «Si yo conociera a ese señor, le pediría que hablase por mí en Fomento para que me dieran colocación en un colegio de los buenos...».
-Acabe usted, Celestina. Esa vida laboriosa y modesta, que tiene para mí mayores encantos que la hermosura, ¿ha terminado ya?
-Sí, señor; antes de que muriera don Hilario, voló la pájara. De ello no me pida usted cuentas a mí, sino a esa doña Leonor, que es una tal y una cual.
-Según eso, ¿ya no encontraré a Floriana en la calle de Rodas?
-Búsquela usted en algún palaciote o en un principal de mucho lujo, con la mar de balcones a la calle».
Aturdido y meditabundo, me anegaba en un mar de pensamientos melancólicos. En buena parte del cuento de Celestina advertí color y acento de verdad; pero algo había que me pareció mentiroso. Sospechaba que no fue doña Leonor, sino la propia Celestina, quien hizo el negocio de tercería con el caballero beato. Silencioso clavé en ella una mirada inquisitiva, y con el pensamiento le dije: «Yo sabré la verdad, hembra satánica, y si me has engañado me lo pagarás con tu vida».