había perdido. Vagas noticias adquirí del testamento de don Hilario. La casa en que este murió pasó a ser propiedad de una doña Leonor Ruiz del Macho, toledana, cincuentona, al parecer sobrina del santo varón. Lo primero que hizo esta buena señora fue plantar en la calle a Celestina Tirado. A otra heredera joven de buen ver, aunque algo paleta, le tocaron dos casas en Toledo y un Cigarral. Los cuantiosos bienes raíces que el cura poseía en los términos de Illescas y Torrijos los repartió entre individuos de ambos sexos y de diferentes edades, cuyo parentesco con el testador no estaba claramente definido.
Aprisionado mi espíritu en el afán de aquel ojeo amoroso, abandoné Cortes, amigos, oficina, para volver de nuevo ante la esfinge sutil, burlona y rufianesca, a quien encontré en la travesía de la Parada, no en su antigua casa (donde subsistía el obrador de zurcidos y enredos, bajo el gobierno de una que llamaban la Bernardona), sino en la taberna de la misma calle, propiedad de su hermano Ginés Tirado. Sorprendiome ver a la mala hembra despojada ya de su traje de luto y con un pañuelo rojo por la cabeza. Junto a un velador tabernario, en compañía de otra mujer y de un cochero de punto, charlaba entre vasos de cerveza y caña. Al verme llegar, sus contertulios dejaron libres las dos banquetas. En una me senté yo, y entablé con Celestina este diálogo vivo:
«Terminado el novenario -le dije-, ya