Creyendo que el aire de la calle disiparía sus escrúpulos la saqué de la iglesia, tirándole de un brazo... En la calle me dijo: «No sea terco... Repito que no sé si es hija o no es hija.
-Las facciones de la dama reproducen las del padre... Lo he visto.
-¡Huy, huy! ¡Vaya con la sarta de pecados que este hombre mundano me quiere restregar en la conciencia!
-Digame una sola cosa. ¿Dónde vive?
-¡Jesús; San José bendito! ¡Ya quiere ir...! No, no; nada sé. Mientras dure el novenario no me llamo Celestina, me llamo andana. Déjeme en paz».
Diciéndolo se metió en su casa, y apretó a correr portal adentro y escaleras arriba. Entré yo detrás de ella, y desde los primeros peldaños la despedí con desaforados gritos: «¡Farsante, hipócrita, corredora del Infierno! Lo que tú callas, Dios o el diablo me lo dirán».
XI
Desorientado anduve algunos días, sin que mis investigaciones me dieran la luz que deseaba. Envuelta en tinieblas permanecía la dama incógnita, pues ni el sacristán de San Marcos, ni las beatas de la parroquia, ni el mandadero de las Servitas, ni ningún bicho viviente supo señalarme el rastro por donde podía encontrar la hermosa res que se me