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Qué talle, qué manos y pies! ¡Qué discretas anchuras donde la naturaleza, no el indumento, las ponía! ¡Qué cabeza, qué andares, qué aire de diosa!... Aceché su paso por la acera de enfrente, sospechando que volvería el rostro para mirarme. Me equivoqué... Al verla doblar la esquina de la calle de San Bernardino, metime de nuevo en la iglesia. Todo mi anhelo era apoderarme de Celestina Tirado, que charlaba con el sacristán y unas viejas santurronas. Esperé un ratito... le eché la zarpa. Olvidado del respeto que a la santidad del lugar debía, la llevé aparte, y con toda la fogosidad de mi alma, le dije: «Ya la he visto. Tenía usted razón. No es mujer; es una diosa.

-Cállese la boca, don Tito -me contestó poniéndose máscara de humildad compungida-. Repare que estamos en la iglesia. ¿Le parece a usted que es este sitio propio para hablar de diosas y embelecos mundanos? Ya que no tiene devoción, tenga recato y respete mi conciencia... que hoy la llevo tapadita con crespones.

-Sólo una cosa le preguntaré, Celestina. ¿Es hija del difunto?

-¡Ay, ay! ¡Por Jesús vivo, no me ruborice, no me hable de hijos, porque hablar de hijos es hablar de pecados! Hasta que pase el novenario, ni en mi pensamiento ni en mi boca hallará usted idea ni palabra que me recuerden aquel oficio... ¡Fuera de mí toda la tercería infame! Quiero ser buena. ¡Señor, déjame ser buena!...».