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presaba el infinito sosiego del sueño de un hombre justo. Las llamas oscilantes de la doble hilera de hachones repartían su triste claridad entre el varón muerto y las innumerables personas que lo velaban. Conté como unas veinte mujeres enlutadas, luctuosas; algunas, jóvenes y bonitas, otras, adolescentes, casi niñas. Entre ellas vi, sentados o de rodillas, unos cuantos hombres de cierta edad, y mocetones guapos, acompañados de algunos pequeñuelos.

Todo esto lo contemplé silencioso desde la puerta, pues no quise internarme en la biblioteca por no turbar el tranquilo dolor de aquella buena gente. Cerca y de espaldas a mí estaba una mujer que al ponerse en pie mostró un cuerpo esbeltísimo, perfecto, de una proporción exquisita... No pude ver más. La hermosa figura, cuyo rostro me era desconocido, avanzó internándose, y desapareció al otro lado de la cama imperial. En esto salió Celestina, lacrimosa, afilada la nariz y afiladas todas las facciones de tanto llorar. Retirándonos al pasillo hablamos un momento:


ELLA.- ¡Qué desdicha, don Tito! Aunque hace días lo veíamos venir, yo no tengo consuelo. Créame usted, era un santo.


YO.- Un santo, sí. Ahora se aprecia todo el bien que hizo. La casa está llena de gente agradecida y piadosa.


ELLA.- Todos los que usted ve son familia del señor.


YO.- Ya está claro, Celestina. Por familia