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vistiendo de continuo innecesariamente el uniforme, se paseaban por Madrid arrastrando los sables, y sin que nadie los llamara se metían en el Congreso a pasar la tarde, como si aquello fuera un Casino. Por no sé qué inconveniencia del Gobernador civil don Juan Hidalgo se armó recia trapisonda en las Cortes. Vino luego la votación definitiva del Proyecto de Ley que el Gobierno creía indispensable para dominar la guerra carlista. Terminado el acto, pidió la palabra con solemnidad pontifical el Marqués de Albaida, y habló así: «Me levanto únicamente a decir que, visto lo que sanciona esta Cámara y la conducta del Gobierno, la minoría se retira de estos bancos». Los diputados vieron con más jovialidad que indignación el éxodo aparatoso de treinta señores, precedidos por el honrado patriarca de la Intransigencia don José María Orense.

El mandadero de las Servitas de la calle de San Leonardo, Cástulo Verdugo, consuegro de Celestina, me trajo una mañana la noticia de que había muerto a media noche el santo varón don Hilario de la Peña... El pobrecito cura había pasado tranquilo la prima noche, acompañado de sus amigos los clérigos de la vecina parroquia. De pronto le entró comezón de risa, ganas de juego; pidió que le llevaran los gatitos, metidos dentro de su bonete. Luego le dio por llorar. Atribulada, Celestina le hizo el dúo, y los sacerdotes amigos rezaron quedito. Uno de ellos, don Mariano Medialdea, varón docto, perito en muertes,