do aquí reinaban los Borbones nadie se atrevió a levantar la cabeza, y todos eran siervos humildes, mientras ahora que se nos ha dado la República, todos se atreven a insurreccionarse. ¡Ya sé yo que si estuviéramos bajo el yugo oprobioso de las dominaciones Borbónicas, no tendríamos tantos héroes de barricada!».
Trinaron y tronaron los Intransigentes con agrias y roncas voces; mas la filípica de Antonio Orense llevó la persuasión a todos los diputados, menos al padre del orador y a la partida de locos furiosos que le tenía por jefe y profeta. El que más alborotaba con la palabra y con el gesto era Casalduero, diputado por Brihuega. Entre los más inteligentes debo señalar a Díaz Quintero y a Ramón Cala, ambos amigos míos. Tal vehemencia y furor empleaban en su acción parlamentaria, que los que no les conocían juzgábanles como hombres atrabiliarios y feroces, absolutamente intratables en sociedad. Nada menos cierto. Tanto Quintero como Cala eran fuera de la política caracteres de dulce trato, fáciles a la amistad, esquivos para todo lo que no fuera correcto y digno. Detrás de sus vociferaciones no lució nunca la menor chispa de ambición. Mantuviéronse incorruptibles en toda su vida política: ni por nada ni por nadie cedían un ápice de su intransigencia huraña. De ellos decía Nicolás Estévanez que eran los energúmenos más angelicales que había conocido.
En tanto, los Voluntarios de la República,