suele subirse a la cabeza. Me voy, no sin advertirle que como siga usted burlándose de mí ya le ajustaré las cuentas». Desde la cocina a la puerta saludé a dos curas que entraban, y oí la voz cascada de don Hilario cantando Alleluia, Alleluia...
De este arrechucho me alivió el desastre del Ministerio, que fue como si cayera de manos de un niño la caja de juguetes de barro, rodando por el suelo las figuras desportilladas. No me causaba pena Estévanez, pues bien conocía yo sus ganas de soltar la carga, ni José Fernando González, hombre de gran mérito que habría hecho mucho si le dejaran mimbres y tiempo; sentí la catástrofe por el insignificante, honrado y candoroso Ladico, que pasó por Hacienda sin pena ni gloria. A ese buen señor, por cuatro palabras que dijo una tarde en el banco azul, le arreé un desmesurado bombo en las Crónicas que yo hacía para no sé qué periódico. Quedó el hombre tan agradecido, que me buscó en los pasillos de la Cámara, hizo que me presentaran a él, y me dio las gracias con extremadas demostraciones de amistad. No es necesario decir que despachó favorablemente todas las recomendaciones que mis espíritus familiares le hacían en nombre mío...
Del origen de su candidatura para Ministro se contaron cosas chuscas. Vagaba el hombre, solitario, por el Salón de Conferencias, acordándose de su patria lejana (Mahón) y de su establecimiento comercial,