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los bienes nacionales en beneficio de los proletarios.

No fue del agrado de los Intransigentes esta última parte del discurso de Pi, y el Marqués de Albaida no se mordió la lengua para mostrar su enojo, añadiendo que ya desconfiaba de las Constituyentes y que se iba a su casa. Por segunda o tercera vez le oí su familiar alegación contra el cuarto del cartero, el estanco del tabaco, la Lotería, los Aranceles judiciales y los Consumos... Las Cortes eligieron Presidente a Salmerón. No estaba yo aquel día para discursos, y antes de que acabara el suyo don Nicolás, salí pitando hacia la calle de San Leonardo, con el alevoso pensamiento de estrangular a Celestina si no me decía... ¡Y con qué mala pata llegué, Señor!...

El pobrecito don Hilario estaba gravemente enfermo... Entré; le vi en su lecho, con dos curas por cada lado, que sin duda le hablaban de la deliciosa eternidad que en el Cielo se le tenía dispuesta... Aprovechando un momento propicio, saqué a Celestina al pasillo y le dije: «Estoy en ascuas. Vengo a que me diga usted de una vez...

-¡Por la gloria de este santo varón, señor don Tito! -replicó con acento lacrimoso-. ¿Le parece que estoy yo ahora para tratar de cosas tan mundanas, tocantes al deleite, como quien dice?

-Una palabra no más, Celestina. ¿Es casada, viuda o soltera?

-¡Dale con el melindre, dale con que si le sobra o le falta! De esta boca pecadora no