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de la pata, y el admirable lañado de la osamenta craneana, estuche de sus infames pensamientos.

La presencia de aquel mastín, que se nos apareció ladrando con la fiereza que le daban sus derechos, nos truncó la vida y nos mató la felicidad. Intervino la justicia, pasamos días de horrible infortunio y vergüenza, y al fin, la paloma suavísima y arrulladora me dejó solo en mi nido. Una tarde, trastornado y rabioso, salí resuelto a matar al ladrón de mi dicha. No me arredraba perder la libertad, ni la honra, ni la vida; la idea de la cárcel y del patíbulo no aplacaban mi furor... Tras de mí salió corriendo el buen Ido del Sagrario, ansioso de atajarme en el camino de mi perdición, y cuando yo forcejeaba para desasirme de los amantes brazos del filósofo... ¡pum!, se nos acerca Nicolás Estévanez, risueño, haciendo chacota de mi exaltación homicida.

El cariño y la jovialidad de Estévanez me calmaron, dando a mis sentimientos una dirección apacible. En breves palabras expliqué a mi amigo la razón de mi furia, y nombré al perro cuya vida me estorbaba. A este propósito me dijo don Nicolás, con donaire mezclado de amargura: «Conozco a ese sinvergüenza, a ese Hinojosa, que es como decir Jinojo... Pertenece a la bandada de pajarracos que apenas establecida la República se cuelan en ella para llenar sus buches con los desperdicios del presupuesto. Tu enemigo es de los primeros que han llegado, quitándose