lino de la Tirado. Naturalmente, la nube no me contestó, y continuaba fija sobre la torre y veleta del palacio de Alcañices. Terminado el despacho, me dijo el Ministro que en el Gobierno Civil había dejado firmada la credencial para Serafín de San José, añadiendo que su mayor gusto era complacerme en todo, pues me tenía por uno de sus amigos más leales...
No necesito indicar que salí muy satisfecho de la visita... Aquella noche y al día siguiente, en el café, en la calle y en algún sitio de recreo, no cesé de recibir expresiones de gratitud y ofertas de recompensar mi favor con cuantos servicios pudieran prestarme los agradecidos. Sebo, Alberique y otros muchos, paisanos, militares, curas y aun diputados del montón, excitaron en mí de una manera loca lo que don Basilio llamaba el fanatismo del yo... Al retirarme a casa, ya muy tarde, sentí en mi alma el retroceso del entusiasmo vanidosillo creado por éxitos tan fabulosos: «Guarda, Tito -me dije-, y no te deslumbres hasta ver en qué para esto».
Cavilando a toda hora en los manejos de aquellos vagorosos espíritus que me favorecían con su amistad, pasé lo restante del mes de Junio, entre San Antonio y San Pedro. No fueron para mí muy divertidos aquellos días, los mayores del año y los que más inducen al placer de vivir. Mientras mis convecinos reían, yo rabiaba. Cuantas veces intenté obtener de Celestina concretas noticias de la dama que conmigo quería entenderse, quedé