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yo hiciera gestión alguna ni de ello me cuidara. Cuantos confiaron ciegamente en mi soñado favoritismo fueron después a darme las gracias. ¿Qué significaba esto, Señor? ¿Era yo, sin saberlo, un genio benéfico, o actuaba por mí la mano de algún numen recóndito? Y de aquella mujer cuya belleza igualaba a la de las diosas, ¿qué debía yo pensar? ¿Y cómo siendo perfecta de cuerpo y alma solicitaba por tan baja tercería mi valimiento y mi amor?

El giro mental de estas ideas en mi caldeado cacumen fue decreciendo en velocidad a medida que se gastaba el inicial impulso que le dio movimiento. Al parar de la rueda invadió mi ser una fría calma que me trajo todos los resortes de la lógica, y arrojándome en mi lecho razoné de esta suerte mi estado anímico: «En este mundo, que no sé qué mundo es, vivimos rodeados de espíritus benéficos o maléficos que dirigen nuestros actos, estimulan nuestras pasiones, y vienen a ser como una proyección sobrenatural de nosotros mismos. A las veces, no nos dejan hacer lo que queremos; a las veces, hacen ellos lo que nosotros deseamos. Ellos son nosotros, y lo que llamamos nuestro yo es el yo infinito de todos y de cada uno de ellos... Esta es la fija, Tito, y mientras las cosas vengan por el lado benigno y placentero, déjate llevar». Puse término a tales meditaciones afirmando que era imposible distinguir mi conciencia de la conciencia universal.