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loco, señor don Tito, sino a proponerle la felicidad. Por hoy no le digo más; esto ha sido poner los primeros puntos al negocio... Déjeme ir. Hago falta en casa, donde he dejado solo a mi obispito. Tenga paciencia. Otro día seguiremos tratando».

Se fue la pícara con paso ligero. Cuando la vi desaparecer, agarré violentamente a Ido por un brazo y le dije: «Esa mujer que sale de casa, ¿es en realidad de verdad Celestina Tirado, o una visión, un engaño de mis ojos?

-Esa pájara deshonesta -me contestó con hueca voz mi patrón- es una tal que hace años vivía del comercio de reses femeninas. La conocí siendo manceba de un amigo mío, don Pedro Polo, cura y maestro de párvulos».

Me encerré en mi cuarto, y largo rato estuve dando vueltas en él como una fiera enjaulada. Hallábame en plena rotación cerebral, atormentado por los singulares fenómenos psíquicos que me rodeaban. ¿Cómo explicarme el hecho de que acudieran a mí sinfín de pretendientes, creyéndome poseedor de influencia omnímoda? Y si esto no tenía sentido común, ¿qué debía yo pensar del loco altruismo con que yo me brindaba graciosamente a sostener y apoyar tales pretensiones? Pues luego venía lo más inaudito, lo verdaderamente milagroso, y era que todos los postulantes obtenían lo que solicitaban, resultando que mi supuesto influjo y poder eran en la realidad verdaderos, sin que