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usted mi agradecimiento con algún favor tan grande como el que usted me ha hecho. Aunque hace tiempo dejé aquel oficio mío, mal mirado de la gente y como quien dice vergonzoso, de higos a brevas lo ejerzo todavía, cuando se trata de personas de circunstancias a quienes estimo de veras. Ya sé que desde primeros de año no tiene usted mujer, y sin el pasatiempo y halago de mujer, está usted desconsolado, aburrido y...

-Así es, Celestina -le dije sin ocultar mi desabrimiento-. Desde que se me fue Obdulia vivo en tristeza deprimente, sin arrestos para nada. Mi soledad es la causa de esta hipocondría que no tiene más consuelo que el vagar nocturno por las calles. Las alucinaciones terribles que trastornan mi cerebro, provienen de la suspensión indefinida del trato amoroso. El amor es la vida, el amor es la luz, la savia de la existencia. De modo que si usted viene a proponerme una mujercita de buenas condiciones...

-No es mujer ni mujercita -declaró Celestina en tono triunfal-; es una dama».

Al oír dama miré a la corredora de amoríos silencioso, suspenso y turulato... En la confusión de mi mente se destacó la idea de que me ofrecía Celestina un arreglo desigual, inaceptable. No se avenía con mis cortos posibles el disfrute de una señora encopetada por su alcurnia o por su riqueza. A esto contestó la sutil zurcidora que había dicho dama, no precisamente por la posición o el rango que hoy tenía la tal, sino por su naci-