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por Ido del Sagrario, se presentó una mañana en mi despacho presidencial Celestina Tirado, a quien mi chambelán debió de tomar por dama de alcurnia según las zalemas que le hizo al traerla a mi presencia. Venía la buena mujer con rostro alegre a darme las gracias por la colocación de su yerno Pepito Verdugo. Pasmada de la prontitud con que el Ministro accedió a mi petición, no sabía cómo alabarme y enaltecer mi augusto poderío. Estrechome las manos efusivamente, y se sentó en el destartalado sofá, cuyos muelles rotos herían las nalgas de todo visitante que cayera sobre ellos.

Después de los saludos y plácemes recíprocos le pregunté por don Hilario, del cual me dijo que su vejez era una infancia locuaz y juguetona. A ratos se entretenía con los chirimbolos de su investidura episcopal, báculo, pectoral y anillo. En sus accesos de presunción, se encasquetaba la mitra y salía por los pasillos echando bendiciones a fantásticas muchedumbres piadosas. Cansado de este trajín, permanecía largo rato sentadito en su sillón cantando antífonas, mientras con sus dedos reumáticos intentaba tocar castañuelas. Lamentábame yo de esta dolorosa crisis de senectud que desvirtuaba la personalidad de tan grave sujeto, cuando Celestina, no sin cierta cortedad y muequecillas equivalentes al exordio de una cuestión delicada, me habló de esta manera. Atención, amigos, que ello es grave:

«Yo quisiera, señor don Tito, demostrarle a