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CANTO CUARTO

sufrió por mi causa, y ése comenzó á verter amargas lágrimas y se puso ante los ojos el purpúreo manto.»

155 Entonces Pisístrato Nestórida habló diciendo: «¡Menelao Atrida, alumno de Júpiter, príncipe de hombres! En verdad que es hijo de quien dices, pero tiene discreción y no cree decoroso, habiendo llegado por vez primera, decir palabras frívolas delante de ti, cuya voz escuchamos con el mismo placer que si fuese la de alguna deidad. Con él me ha enviado Néstor, el caballero gerenio, para que le acompañe, pues deseaba verte á fin de que le aconsejaras lo que ha de decir ó llevar al cabo; que muchos males padece en su casa el hijo cuyo padre está ausente, si no tiene otras personas que le auxilien como ahora le ocurre á Telémaco: fuése su padre y no hay en todo el pueblo quien pueda librarle del infortunio.»

168 Respondióle el rubio Menelao: «¡Oh dioses! Ha llegado á mi casa el hijo del caro varón que por mí sostuvo tantas y tan trabajosas luchas y á quien me había propuesto amar, cuando volviese, más que á ningún otro de los argivos, si el longividente Júpiter Olímpico permitía que nos restituyéramos á la patria, atravesando el mar con las veloces naves. Y le asignara una ciudad en Argos, para que la habitase, y le labrara un palacio, trayéndolo de Ítaca á él con sus riquezas y su hijo y todo el pueblo, después de hacer evacuar una sola de las ciudades circunvecinas sobre las cuales se ejerce mi imperio. Y nos hubiésemos tratado frecuentemente y, siempre amigos y dichosos, nada nos habría separado hasta que se extendiera sobre nosotros la nube sombría de la muerte. Mas de esto debió de tener envidia el dios que ha privado á aquel infeliz, á él tan sólo, de tornar á la patria.»

183 Así dijo, y á todos les excitó el deseo del llanto. Lloraba la argiva Helena, hija de Júpiter; lloraban Telémaco y Menelao Atrida; y el hijo de Néstor no se quedó con los ojos muy enjutos de lágrimas, pues le volvía á la memoria el irreprochable Antíloco á quien matara el hijo ilustre de la resplandeciente Aurora. Y, acordándose del mismo, pronunció estas aladas palabras:

190 «¡Atrida! Decíanos el anciano Néstor, siempre que en el palacio se hablaba de ti, conversando los unos con los otros, que en prudencia excedes á los demás mortales. Pues ahora pon en práctica, si posible fuere, este mi consejo. Yo no gusto de lamentarme en la cena; pero, cuando apunte la Aurora, hija de la mañana, no llevaré á mal que se llore á aquel que haya muerto en cumplimiento de su destino, porque tan sólo esta honra les queda á los míseros mortales: