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CANTO VIGÉSIMO CUARTO

trajo á Ulises de alguna parte á los confines del campo donde el porquero tenía su morada. Allí fué también el hijo amado del divinal Ulises, cuando volvió de Pilos en su negra nave; y, concertándose para dar mala muerte á los pretendientes, vinieron á la ínclita ciudad, y Ulises entró el último, pues Telémaco se le anticipó algún tanto. El porquero acompañó á Ulises; y éste, con sus pobres harapos, parecía un viejo y miserable mendigo que se apoyaba en el bastón y llevaba feas vestiduras. Ninguno de nosotros pudo conocerle, ni aun los más viejos, cuando se presentó de súbito; y lo maltratábamos, dirigiéndole injuriosas palabras y dándole golpes. Con ánimo paciente sufría Ulises que en su propio palacio se le pegara é injuriara; mas apenas le incitó Júpiter, que lleva la égida, comenzó por quitar de las paredes, ayudado de Telémaco, las magníficas armas que depositó en su habitación, corriendo los cerrojos; y luego, con refinada astucia, aconsejó á su esposa que nos sacara á los pretendientes el arco y el blanquizco hierro á fin de celebrar el certamen que había de ser para nosotros, oh infelices, el preludio de la matanza. Ninguno logró tender la cuerda del recio arco, pues nos faltaba mucha parte del vigor que para ello se requería. Cuando el gran arco iba á llegar á manos de Ulises, todos increpábamos al porquero para que no se lo diese, por más que lo solicitara; y tan sólo Telémaco, animándole, mandó que se lo entregase. El paciente divinal Ulises lo tomó en sus manos, tendiólo con suma facilidad, é hizo pasar la flecha á través del hierro; inmediatamente se fué al umbral, derramó por el suelo las veloces flechas, echando terribles miradas, y mató al rey Antínoo. Pero en seguida disparó contra los demás las dolorosas saetas, apuntando á su frente; y caían los unos en pos de los otros. Era evidente que alguno de los dioses le ayudaba; pues muy pronto, dejándose llevar de su furor, empezaron á matar á diestro y siniestro por la sala: los que recibían los golpes en la cabeza levantaban horribles suspiros, y el suelo manaba sangre por todos lados. Así hemos perecido, Agamenón, y los cadáveres yacen abandonados en el palacio de Ulises; porque la nueva aún no ha llegado á las casas de nuestros amigos, los cuales nos llorarían después de lavarnos la negra sangre de las heridas y de colocarnos en lechos; que tales son los honores que han de tributarse á los difuntos.»

191 Contestóle el alma del Atrida: «¡Feliz hijo de Laertes! ¡Ulises, fecundo en recursos! Tú acertaste á poseer una esposa virtuosísima. Como la irreprochable Penélope, hija de Icario, ha tenido tan