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CANTO VIGÉSIMO CUARTO

Las nueve Musas entonaron el canto fúnebre, alternando con su hermosa voz, y no vieras á ningún argivo que no llorara: ¡tanto les conmovía la canora Musa! Diez y siete días con sus noches te lloramos, así los inmortales dioses como los mortales hombres, y al deciocheno te entregamos á las llamas, degollando á tu alrededor y en gran abundancia pingües ovejas y bueyes de retorcidos cuernos. Ardió tu cadáver, adornado con vestidura de dios, con gran cantidad de ungüento y de dulce miel; agitáronse con sus armas multitud de héroes aquivos, unos á pie y otros en carros, en torno de la pira en que te quemaste; y prodújose un gran tumulto. Después que la llama de Vulcano acabó de consumirte, oh Aquiles, y se mostró la Aurora, recogimos tus blancos huesos y los echamos en vino puro y ungüento. Tu madre nos entregó un ánfora de oro, diciendo que se la había regalado Dioniso y era obra del ínclito Vulcano; y en ella están tus blancos huesos, preclaro Aquiles, junto con los de Patroclo Menetíada, y aparte los de Antíloco, que fué el compañero á quien más apreciaste después del difunto Patroclo. En torno de los restos el sacro ejército de los argivos te erigió un túmulo grande y eximio en un lugar prominente, á orillas del dilatado Helesponto; para que pudieran verlo á gran distancia, desde el mar, los hombres que ahora viven y los que nazcan en lo futuro. Tu madre puso en la liza, con el consentimiento de los dioses, hermosos premios para el certamen que habían de celebrar los argivos más señalados. Tú te hallaste en las exequias de muchos héroes cuando, con motivo de la muerte de algún rey, se ciñen los jóvenes y se aprestan para los juegos fúnebres; esto no obstante, te hubieses asombrado muchísimo en tu ánimo al ver cuán hermosos eran los que en honor tuyo estableció la diosa Tetis, la de los pies argénteos, porque siempre fuiste muy caro á las deidades. Así pues, ni muriendo has perdido tu nombradía; y tu gloriosa fama, oh Aquiles, subsistirá perpetuamente entre todos los hombres. Pero yo, ¿cómo he de gozar de tal satisfacción, si, después que acabé la guerra y volví á la patria, me aparejó Júpiter una deplorable muerte por la mano de Egisto y de mi funesta esposa?»

98 Mientras de tal modo conversaban, presentóseles el mensajero Argicida guiando las almas de los pretendientes á quienes matara Ulises. Ambos, al punto que los vieron, fuéronse muy admirados á encontrarlos. El alma del Atrida Agamenón reconoció al hijo amado de Melaneo, al perínclito Anfimedonte, cuyo huésped había sido en la casa que éste habitaba en Ítaca, y comenzó á hablarle de esta manera: