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CANTO VIGÉSIMO SEGUNDO

éste te libró y salvó para que conozcas en tu ánimo y puedas decir á los demás cuánta ventaja llevan las buenas acciones á las malas. Pero salid de la habitación tú y el aedo tan afamado y tomad asiento en el patio, fuera de este lugar de matanza, mientras doy fin á lo que debo hacer en mi morada.»

378 Así les habló; y ambos salieron de la sala y se sentaron junto al altar del gran Júpiter, mirando á todas partes y temiendo recibir la muerte á cada paso.

381 Ulises registraba con los ojos toda la estancia por si hubiese quedado vivo alguno de aquellos hombres, librándose de la negra muerte. Pero los vió á tantos como eran, caídos todos entre la sangre y el polvo. Como los peces que los pescadores sacan del espumoso mar á la corva orilla en una red de infinidad de mallas, yacen amontonados en la arena, deseosos de las olas, y el resplandeciente sol les arrebata la vida: de tal manera estaban tendidos los pretendientes los unos sobre los otros. Entonces el ingenioso Ulises dijo á Telémaco:

391 «¡Telémaco! Ve y haz venir al ama Euriclea, para que le diga lo que tengo pensado.»

393 Así se expresó. Telémaco obedeció á su padre y, tocando á la puerta, hablóle de este modo al ama Euriclea:

395 «¡Levántate y ven, añosa vieja que cuidas de vigilar las esclavas en nuestro palacio! Te llama mi padre para decirte alguna cosa.»

398 Tal dijo; y ninguna palabra voló de los labios de Euriclea, la cual abrió las puertas de las cómodas habitaciones, comenzó á andar, precedida por Telémaco, y halló á Ulises entre los cadáveres de aquellos á quienes matara, todo manchado de sangre y polvo. Así como un león que acaba de devorar á un buey montés, se presenta con el pecho y ambos lados de las mandíbulas teñidos en sangre, é infunde horror á los que lo ven: de igual manera tenía manchados Ulises los pies y las manos. Cuando ella vió los cadáveres y aquel mar de sangre, empezó á proferir exclamaciones de alegría porque contemplaba una grandiosa hazaña; pero Ulises se lo estorbó y contuvo su gana de dar gritos, dirigiéndole estas aladas palabras:

411 «¡Anciana! Regocíjate en tu espíritu, pero conténte y no profieras exclamaciones de alegría; que no es piadoso alborozarse por la muerte de estos varones. Hiciéronlos sucumbir el hado de los dioses y sus obras perversas, pues no respetaban á ningún hombre de la tierra, malo ó bueno, que á ellos se llegase; de ahí que con sus iniquidades se hayan atraído una deplorable muerte. Mas, ea,