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CANTO DÉCIMOCUARTO

de los bajeles que iban á Ilión, y no hubo medio de negarse por el temor de adquirir mala fama entre el pueblo. Allá peleamos los aqueos nueve años y al décimo, asolada por nosotros la ciudad de Príamo, partimos en las naves hacia nuestras casas; pero un dios dispersó á los aqueos. Y el próvido Júpiter meditó males contra mí, desgraciado, que estuve holgando un mes tan sólo con mis hijos, mi legítima esposa y mis riquezas; pues luego llevóme el ánimo á navegar hacia Egipto, preparando debidamente los bajeles con los compañeros iguales á los dioses. Equipé nueve barcos y pronto se reunió la gente necesaria.

249 »Seis días pasaron mis fieles compañeros celebrando banquetes, y yo les proporcioné muchas víctimas para los sacrificios y para su propia comida. Al séptimo subimos á los barcos y, partiendo de la espaciosa Creta, navegamos al soplo de un próspero y fuerte Bóreas, con igual facilidad que si nos llevara la corriente. Ninguna de las naves recibió daño y todos estábamos en ellas sanos y salvos, pues el viento y los pilotos las conducían. En cinco días llegamos al río Egipto, de hermosa corriente, en el cual detuve las corvas galeras. Entonces, después de mandar á los fieles compañeros que se quedasen á custodiar las embarcaciones, envié espías á los lugares oportunos para explorar la comarca. Pero los míos, cediendo á la insolencia por seguir su propio impulso, empezaron á devastar los hermosos campos de los egipcios; y se llevaban las mujeres y los niños, y daban muerte á los varones. No tardó el clamoreo en llegar á la ciudad. Sus habitantes, habiendo oído los gritos, vinieron al amanecer: el campo se llenó de infantería, de jinetes y de reluciente bronce; Júpiter, que se huelga con el rayo, envió á mis compañeros la perniciosa fuga; y ya, desde aquel momento nadie se atrevió á resistir, pues los males nos cercaban por todas partes. Allí nos mataron con el agudo bronce muchos hombres, y á otros se los llevaron para obligarles á trabajar en pro de los ciudadanos. Á mí el mismo Júpiter púsome en el alma esta resolución—ojalá me hubiese muerto entonces y se hubiera cumplido mi hado allí, en Egipto, pues la desgracia tenía que perseguirme aún:—al instante me quité de la cabeza el bien labrado yelmo y de los hombros el escudo, arrojé la lanza lejos de las manos y me fuí hacia los corceles del rey á quien abracé por las rodillas, besándoselas. El rey me protegió y salvó; pues, haciéndome subir al carro en que iba montado, me condujo á su casa mientras mis ojos despedían lágrimas. Acometiéronme muchísimos con sus lanzas de fresno é intentaron matarme,