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LA ODISEA

329 Contestóle Minerva, la deidad de los brillantes ojos: «Siempre guardas en tu pecho la misma cordura, y no puedo desampararte en la desgracia porque eres afable, perspicaz y sensato. Cualquiera que volviese después de vagar tanto, deseara ver en su palacio á los hijos y á la esposa; mas á ti no te place saber de ellos ni preguntar por los mismos hasta que hayas probado á tu mujer, la cual permanece en tu morada y consume los días y las noches tristemente, pues de continuo está llorando. Yo jamás puse en duda, pues me constaba con certeza, que volverías á tu patria después de perder todos los compañeros; mas no quise luchar con Neptuno, mi tío paterno, cuyo ánimo se encolerizó é irritó contigo porque le cegaste su caro hijo. Pero, ea, voy á mostrarte el suelo de Ítaca para que te convenzas. Éste es el puerto de Forcis, el anciano del mar; aquél, el olivo de largas hojas que existe al cabo del puerto; cerca del mismo se halla la gruta deliciosa, sombría, consagrada á las ninfas que Náyades se llaman: aquí tienes la abovedada cueva donde sacrificabas á las ninfas gran número de perfectas hecatombes; y allá puedes ver el Nérito, el frondoso monte.»

352 Cuando así hubo hablado, la deidad disipó la nube, apareció el país y el paciente divinal Ulises se alegró, holgándose de su tierra, y besó el fértil suelo. Y acto continuo oró á las ninfas, con las manos levantadas:

356 «¡Ninfas Náyades, hijas de Júpiter! Ya me figuraba que no os vería más. Ahora os saludo con dulces votos y os haremos ofrendas, como antes, si la hija de Júpiter, la que impera en las batallas, permite benévola que yo viva y vea crecer á mi hijo.»

361 Díjole entonces Minerva, la deidad de los brillantes ojos: «Cobra ánimo y no te preocupes por esto. Pero metamos ahora mismo las riquezas en lo más hondo del divino antro á fin de que las tengas seguras, y deliberemos para que todo se haga de la mejor manera.»

366 Cuando así hubo hablado, penetró la diosa en la sombría cueva y fué en busca de los escondrijos; y Ulises le llevó todas las cosas—el oro, el duro bronce y las vestiduras bien hechas—que le regalaran los feacios. Así que estuvieron colocadas del modo más conveniente, Minerva, hija de Júpiter que lleva la égida, obstruyó la entrada con una piedra. Sentáronse después en las raíces del sagrado olivo y deliberaron acerca del exterminio de los orgullosos pretendientes. Minerva, la deidad de los brillantes ojos, fué quien rompió el silencio pronunciando estas palabras: