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LA ODISEA

la ciudad, poco antes de llegar á la población encontraron una doncella, la eximia hija del lestrigón Antífates, que bajaba á la fuente Artacia, de hermosa corriente, pues allá iban á proveerse de agua los ciudadanos. Detuviéronse y hablaron á la joven, preguntándole quién era el rey y sobre quiénes reinaba; y ella les mostró en seguida la elevada casa de su padre. Llegáronse entonces á la magnífica morada, hallaron dentro á la esposa, que era alta como la cumbre de un monte, y cobráronle no poco miedo. La mujer llamó del ágora á su marido el preclaro Antífates, y éste maquinó contra mis compañeros cruda muerte: agarrando prestamente á uno, aparejóse con el mismo la cena, mientras los otros dos tornaban á los barcos en precipitada fuga. Antífates gritó por la ciudad y, al oirle, acudieron de todos lados muchos y fuertes lestrigones, que no parecían hombres sino gigantes, y desde las peñas tiraron pedruscos muy pesados: pronto se alzó en las naves un deplorable estruendo causado á la vez por los gritos de los que morían y por la rotura de los barcos; y los lestrigones, atravesando á los hombres como si fueran peces, se los llevaban para celebrar nefando festín. Mientras así los mataban en el hondísimo puerto, saqué la aguda espada que llevaba junto al muslo y corté las amarras de mi bajel de azulada proa. Acto continuo exhorté á mis amigos, mandándoles que batieran los remos para librarnos de aquel peligro; y todos azotaron el mar por temor á la muerte. Con satisfacción huímos en mi nave desde las rocas prominentes al ponto; mas las restantes se perdieron en aquel sitio, todas juntas.

133 »Desde allí seguimos adelante, con el corazón triste, escapando gustosos de la muerte aunque perdimos algunos compañeros. Llegamos luego á la isla Eea, donde moraba Circe, la de lindas trenzas, deidad poderosa, dotada de voz, hermana carnal del terrible Eetes; pues ambos fueron engendrados por el Sol, que alumbra á los mortales, y tienen por madre á Perse, hija del Océano. Acercamos silenciosamente el navío á la ribera, haciéndolo entrar en un amplio puerto, y alguna divinidad debió de conducirnos. Saltamos en tierra, permanecimos echados dos días con sus noches, y nos roían el ánimo el cansancio y los pesares. Mas, al punto que la Aurora, de lindas trenzas, nos trajo el día tercero, tomé mi lanza y mi aguda espada y me fuí prestamente desde la nave á una atalaya, por si conseguía ver labores de hombres mortales ó percibir la voz de los mismos. Y, habiendo subido á una altura muy escarpada, me paré y aparecióseme el humo que se alzaba de la espaciosa tierra,