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CANTO DÉCIMO

sentamos al umbral, cerca de las jambas; y ellos se pasmaron al vernos y nos hicieron estas preguntas:

64 «¿Cómo aquí, Ulises? ¿Qué funesto numen te persigue? Nosotros te enviamos con gran recaudo para que llegases á tu patria y á tu casa, ó á cualquier sitio que te pluguiera.»

67 »Así hablaron. Y yo, con el corazón afligido, les dije: «Mis imprudentes compañeros y un sueño pernicioso causáronme este daño; pero remediadlo vosotros, oh amigos, ya que podéis hacerlo.»

70 »En tales términos me expresé, halagándoles con suaves palabras. Todos enmudecieron y, por fin, el padre me respondió:

72 «¡Sal de la isla y muy pronto, malvado más que ninguno de los que hoy viven! No me es permitido tomar á mi cuidado y asegurarle la vuelta á un varón que se ha hecho odioso á los bienaventurados dioses. Vete noramala; pues si viniste ahora, es porque los inmortales te aborrecen.»

76 »Hablando de esta manera me despidió del palacio, á mí, que profería hondos suspiros. Luego seguimos adelante, con el corazón angustiado. Y ya iba agotando el ánimo de los hombres aquel molesto remar, que á nuestra necedad debíamos; pues no se presentaba medio alguno de volver á la patria.

80 »Navegamos sin interrupción durante seis días con sus noches, y al séptimo llegamos á Telépilo de Lamos, la excelsa ciudad de la Lestrigonia, donde el pastor, al recoger su rebaño, llama á otro que sale en seguida con el suyo. Allí un hombre que no durmiese, podría ganar dos salarios: uno, guardando bueyes; y otro, apacentando blancas ovejas. ¡Tan inmediatamente sucede al pasto del día el de la noche! Apenas arribamos al magnífico puerto, el cual estaba rodeado de ambas partes por escarpadas rocas y tenía en sus extremos riberas prominentes y opuestas que dejaban un estrecho paso, todos llevaron á éste las corvas naves y las amarraron en el cóncavo puerto, muy juntas, porque allí no se levantan olas ni grandes ni pequeñas y una plácida calma reina en derredor; mas yo dejé mi negra embarcación fuera del puerto, cabe á uno de sus extremos é hice atar las amarras á un peñasco. Subí luego á una áspera atalaya y desde ella no columbré labores de bueyes ni de hombres, sino tan sólo el humo que se alzaba de la tierra. Quise enviar algunos compañeros para que averiguaran cuáles hombres comían el pan en aquella comarca; y designé á dos, haciéndoles acompañar por un tercero que fué un heraldo. Fuéronse y, siguiendo un camino llano por donde las carretas llevaban la leña de los altos montes á