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CANTO NOVENO

á comer como montaraz león, no dejando ni los intestinos, ni la carne, ni los medulosos huesos. Nosotros contemplábamos aquel horrible espectáculo con lágrimas en los ojos, alzando nuestras manos á Júpiter; pues la desesperación se había señoreado de nuestro ánimo. El Ciclope, tan luego como hubo llenado su enorme vientre, devorando carne humana y bebiendo encima leche sola, se acostó en la gruta tendiéndose en medio de las ovejas. Entonces formé en mi magnánimo corazón el propósito de acercarme á él y, sacando la aguda espada que colgaba de mi muslo, herirle el pecho donde las entrañas rodean el hígado, palpándolo previamente; mas otra consideración me contuvo. Habríamos, en efecto, perecido allí de espantosa muerte, á causa de no poder apartar con nuestras manos el grave pedrejón que el Ciclope colocó en la alta entrada. Y así, dando suspiros, aguardamos que apareciera la divinal Aurora.

307 »Cuando se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, el Ciclope encendió fuego y ordeñó las gordas ovejas, todo como debe hacerse, y á cada una le puso su hijito. Acabadas con prontitud tales faenas, echó mano á otros dos de los míos, y con ellos se aparejó el almuerzo. En acabando de comer, sacó de la cueva los pingües ganados, removiendo con facilidad el enorme pedrejón de la puerta; pero al instante lo volvió á colocar, del mismo modo que si á un carcaj le pusiera su tapa. Mientras el Ciclope aguijaba con gran estrépito sus pingües rebaños hacia el monte, yo me quedé meditando siniestros propósitos, por si de algún modo pudiese vengarme y Minerva me otorgara la victoria. Al fin parecióme que la mejor resolución sería la siguiente. Echada en el suelo del establo veíase una gran clava de olivo verde, que el Ciclope había cortado para llevarla cuando se secase. Nosotros, al contemplarla, la comparábamos con el mástil de un negro y ancho bajel de transporte que tiene veinte remos y atraviesa el dilatado abismo del mar: tan larga y tan gruesa se nos presentó á la vista. Acerquéme á ella y corté una estaca como de una braza, que di á los compañeros mandándoles que la puliesen. No bien la dejaron lisa, agucé uno de sus cabos, la endurecí, pasándola por el ardiente fuego, y la oculté cuidadosamente debajo del abundante estiércol esparcido por la gruta. Ordené entonces que se eligieran por suerte los que, uniéndose conmigo, deberían atreverse á levantar la estaca y clavarla en el ojo del Ciclope cuando el dulce sueño le rindiese. Cayóles la suerte á los cuatro que yo mismo hubiera escogido en tal ocasión, y me junté con ellos formando el quinto. Por la tarde volvió el Ciclope con el rebaño de hermoso