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LA ODISEA

llegue á mi casa y vea el día de mi regreso; que allí te invocaré todos los días, como á una diosa, porque fuiste tú, oh doncella, quien me salvó la vida.»

469 Dijo, y fué á sentarse junto al rey Alcínoo, cuando ya se distribuían las porciones y se mezclaba el vino. Compareció el heraldo con el amable aedo Demódoco, tan honrado por la gente, y le hizo sentar en medio de los convidados, arrimándolo á excelsa columna. Y entonces el ingenioso Ulises, cortando una tajada del espinazo de un puerco de blancos dientes, del cual quedaba aún la mayor parte y estaba cubierto de abundante grasa, habló al heraldo de esta manera:

477 «¡Heraldo! Llévale esta carne á Demódoco para que coma y así le obsequiaré, aunque estoy afligido; que á los aedos por doquier les tributan honor y reverencia los hombres terrestres, porque la Musa les ha enseñado el canto y los ama á todos.»

482 Así dijo; y el heraldo puso la carne en las manos del héroe Demódoco, quien, al recibirla, sintió que se le alegraba el alma. Todos echaron mano á las viandas que tenían delante. Y cuando hubieron satisfecho las ganas de comer y de beber, el ingenioso Ulises habló á Demódoco de esta manera:

487 «¡Demódoco! Yo te alabo más que á otro mortal cualquiera, pues deben de haberte enseñado la Musa, hija de Júpiter, ó el mismo Apolo, á juzgar por lo primorosamente que cantas el azar de los aquivos y todo lo que llevaron al cabo, padecieron y soportaron, como si tú en persona lo hubieras visto ó se lo hubieses oído referir á alguno de ellos. Mas, ea, pasa á otro asunto y canta cómo estaba dispuesto el caballo de madera construído por Epeo con la ayuda de Minerva; máquina engañosa que el divinal Ulises llevó á la acrópolis, después de llenarla con los guerreros que arruinaron á Troya. Si esto lo cuentas como se debe, yo diré á todos los hombres que una deidad benévola te concedió el divino canto.»

499 Así habló; y el aedo, movido por divinal impulso, entonó un canto cuyo comienzo era que los argivos diéronse á la mar en sus naves de muchos bancos, después de haber incendiado el campamento, mientras algunos ya se hallaban con el celebérrimo Ulises en el ágora de los teucros, ocultos por el caballo que estos mismos llevaron arrastrando hasta la acrópolis. El caballo estaba en pie y los teucros, sentados á su alrededor, decían muy confusas razones y vacilaban en la adopción de uno de estos tres pareceres: hender el vacío leño con el cruel bronce, subirlo á una altura y des-