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CANTO OCTAVO

volver á la patria, con el fin de suplicar al rey y á todo el pueblo.»

158 Mas Euríalo le contestó, echándole á la cara este reproche: «¡Huésped! No creo, en verdad, que seas un varón instruído en los muchos juegos que se usan entre los hombres; antes pareces un capitán de marineros traficantes, que permaneciera asiduamente en la nave de muchos bancos para acordarse de la carga y vigilar las mercancías y el lucro debido á las rapiñas. No, no te asemejas á un atleta.»

165 Mirándole con torva faz, le repuso el ingenioso Ulises: «¡Huésped! Mal hablaste y me pareces un insensato. Los dioses no han repartido de igual modo á todos los hombres sus amables presentes: hermosura, ingenio y elocuencia. Un hombre, inferior por su aspecto, recibe de una deidad el adorno de la facundia y ya todos se complacen en mirarlo, cuando los arenga con firme voz y suave modestia, y le contemplan como á un numen si por la ciudad anda; mientras que, por el contrario, otro se parece á los inmortales por su exterior y no tiene gracia alguna en sus dichos. Así tu aspecto es irreprochable y un dios no te habría configurado de otra suerte; mas tu inteligencia es ruda. Me has movido el ánimo en el pecho con decirme cosas inconvenientes. No soy ignorante en los juegos, como tú afirmas, antes pienso que me podían contar entre los primeros mientras tuve confianza en mi juventud y en mis manos. Ahora me encuentro agobiado por la desgracia y las fatigas, pues he tenido que sufrir mucho, ya combatiendo con los hombres, ya surcando las temibles olas. Pero aun así, habiendo padecido gran copia de males, me probaré en los juegos: tus palabras fueron mordaces y me incitaste al proferirlas.»

186 Dijo; y, levantándose impetuosamente sin dejar el manto, tomó un disco mayor, más grueso y mucho más pesado que el que solían tirar los feacios. Hízole dar algunas vueltas, despidiólo del robusto brazo, y la piedra partió silbando y con tal ímpetu que los feacios, ilustres navegantes que usan largos remos, se inclinaron al suelo. El disco, corriendo veloz desde que lo soltara la mano, pasó las señales de todos los tiros. Y Minerva, transfigurada en varón, puso la conveniente señal y así les dijo:

195 «Hasta un ciego, oh huésped, distinguiría á tientas la señal de tu golpe, porque no está mezclada con la multitud de las otras, sino mucho más allá. En este juego puedes estar tranquilo, que ninguno de los feacios llegará á tu golpe y mucho menos logrará pasarlo.»

199 Así habló. Regocijóse el divinal Ulises, holgándose de encon-