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CANTO OCTAVO

la vista y concedióle el dulce canto. Pontónoo le puso en medio de los convidados una silla de clavazón de plata, arrimándola á excelsa columna; y el heraldo le colgó de un clavo la sonora cítara, más arriba de la cabeza, enseñóle á tomarla con las manos y le acercó un canastillo, una pulcra mesa y una copa de vino para que bebiese siempre que su ánimo se lo aconsejara. Todos echaron mano á las viandas que tenían delante. Y apenas saciado el deseo de comer y de beber, la Musa excitó al aedo á que celebrase la gloria de los guerreros con un cantar cuya fama llegaba entonces al anchuroso cielo: la disputa de Ulises y del Pelida Aquiles, quienes en el espléndido banquete en honor de los dioses contendieron con horribles palabras, mientras el rey de hombres Agamenón se regocijaba en su ánimo al ver que reñían los mejores de los aqueos; pues Febo Apolo se lo había pronosticado en la divina Pito, cuando el héroe pasó el umbral de piedra y fué á consultarle, diciéndole que desde aquel punto comenzaría á revolverse la calamidad entre teucros y dánaos por la decisión del gran Jove.

83 Tal era lo que cantaba el ínclito aedo. Ulises tomó con sus robustas manos el gran manto de color de púrpura y se lo echó por encima de la cabeza, cubriendo su faz hermosa, pues dábale vergüenza que brotaran lágrimas de sus ojos delante de los feacios; y así que el divinal aedo dejó de cantar, enjugóse las lágrimas, se quitó el manto de la cabeza y, asiendo una copa doble, hizo libaciones á las deidades. Pero, cuando aquél volvió á comenzar—habiéndole pedido los más nobles feacios que cantase, porque se deleitaban con sus relatos—Ulises se cubrió nuevamente la cabeza y tornó á llorar. Á todos les pasó inadvertido que derramara lágrimas menos á Alcínoo; el cual, sentado junto á él, lo advirtió y notó, oyendo asimismo que suspiraba profundamente. Y entonces dijo el rey á los feacios, amantes de manejar los remos:

97 «¡Oídme, caudillos y príncipes de los feacios! Como ya hemos gozado del común banquete y de la cítara, que es la compañera del festín espléndido, salgamos á probar toda clase de juegos; para que el huésped participe á sus amigos, después que se haya restituído á la patria, cuánto superamos á los demás hombres en el pugilato, la lucha, el salto y la carrera.»

104 Cuando así hubo hablado se puso en marcha, y los demás le siguieron. El heraldo colgó del clavo la sonora cítara y, asiendo de la mano á Demódoco, lo sacó de la casa y le fué guiando por el mismo camino por donde iban los nobles feacios á admirar los jue-