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Las mugeres recela y sus perfidias...
Mas dí: ¿Del hijo mío te han hablado?
¿Vive? ¿Está en Orcomena, ó bien en Pilos,
O en Esparta tal vez con Menelao?
Nó, mi hijo, mi Orestes aun no ha muerto.»
«Atrida, le respondo, estas cuestiones
¿A qué fin promover? Si murió ó vive
Yo decirte no puede y es nocivo
Discursos entablar tan dolorosos.
De esta suerte la mutua desventura
Llorábamos los dos. En tanto llegan
Las imponentes sombras de Patrocio,
Del fuerte Aquiles, de Antiloquio sabio
Y de Ayace que fué, si aquel se escluye
El mas lindo y valiente de los griegos.
Me ha conocido Aquiles y me dice:
¡Oh hijo de Laërtes! ¿cómo osaste
Venir viviendo á estas mansiones negras
Donde moran fantasmas, vana imágen
De los ínfaustos que la vida dejan?
Oh hijo de Peleo, le respondo,
Sosten y honor de Grecia; aquí yo vine
Para ver á Tiresias y pedirle
Los medios de tornar á mis hogares.
Las Acayas orillas todavía
No he podido tocar; ver no he podido
La tierra donde el soplo dí primero,
Pues siempre me persiguen las desdichas.
Mas tú, Aquiles; jamás mortal ninguno
Cual tú fuera feliz mientras vivieras;
Te honrábamos cual Dios, ora aquí reinas.
Quejarte tú no puedes del Destino.
No quieras de la muerte consolarme,
Responde; mas quisiera estar sirviendo,
Vil mercenario, á un hombre desdichado,
Sin fortuna y sin bienes, que entre sombras
Un cetro conservar. Mas dí del hijo: