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Al mirarle cubierto de vil cieno
Horrible les parece: todas huyen
A tal vista espantadas; sola queda
La hija de Alcinó, porque Minerva
Noble seguridad diera á su pecho,
Alejando del alma un temor vano:
La vista fija en él, y quieta espera.
Ulises titubea, no sabiendo
Si debe á sus rodillas arrojarse
O si será tal vez mejor partido,
En actitud humilde, desde lejos
Dirigirle modestos homenages,
Y suplicarla que le enseñe el pueblo
Donde fijado está el poder supremo,
Y que ropas le otorgue su clemencia
Con que cubrir sea dado su miseria.
Al fin resuelve, estándose apartado.
Las señas ostentar de su respeto,
dirigirle asi sus pobres votos;
Teme que si á sus plantas se arrojase
Ella le rechazara con enojo.
De aquesta suerte pues, con sutileza,
Le dirige su acento lisonjero:
»¡Oh soberana de estos dulces sitios![1]
Seas diosa ó mortal, á ti me postro.
Deidad eres sin duda del Olimpo,
Que á tu porte, á tus lúcidas facciones,

  1. En todo el poema descuella esta astucia de Ulises, que à veces es en perjuicio de su dignidad. Ya para no ir á la guerra de Troya, se habia fingido demente; pero Palamedes, rey de Eubea, hoy dia Negroponte, para asegurarse de ello, mientras el falso rate estaba arando, puso al niño Telémaco debajo del surco, y Ulises desvió los bueyes, con lo que quedó descubierta su treta. Mas adelante se verá cuánto le sirvló ese fecundo ingenio para recobrar sus estados, y solo se desmintió cuando, habiendo abdicado en favor de Telémaco, para salvarse del oráculo que le habia dicho que el hijo le mataria, pereció á manos de Telegonio que le mató en una lid sin conocerle; el triste habia olvidado que mentiras llo-