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Júpiter iracundo tomó el rayo
Y el triste, sobre el seno de su amante,
Del goce en vez, halló la muerte horrenda.
Ora el mortal esposo a mi me toca
Ver de vuestros rencores envidiado.
Júpiter mismo destrozó su nao.
Muertos sus compañeros, sin aliento,
Solo, sobre una tabla zozobraba;
Las olas á mis playas le arrojaron;
Mi piedad le salvó; le di un asilo,
Sustenté su existencia, y generosa,
Mi mano le ofrecí y eterna vida.
Mas ya se que á la ley de Jove inmenso
Númen ninguno sustraerse puede;
Lo sé, y me humillo á su querer supremo;
Parta ya que lo impone el Gefe eterno;
Parta, si lo consiente, y vaya, incauto,
A rotar otra vez horribles riesgos.
Yo intervenir no puedo en su partida;
Nada que darle tengo; en estas rocas
Hallar no cabe naves, ni remeros;
Lo que me es consentido daré solo:
Amistosos consejos que le indiquen
Como vuelva a su patria sin tropiezo.»
— «No impidas su partida; los enojos
De Júpiter recela, el Dios le dice,
Y teme que te opriman sus rigores.»
Calla el potente Númen y se aleja.
La Diosa en busca entonces va de Ulises.
Sentado le halla sobre las arenas,
Lleno de llanto el ojo y sollozando
Al ver que de Calipso el ciego afecto
Cierra á su vuelta el suspirado paso.
Así la triste vida consumia
Desde el instante en que abordó la isla.
De noche con la Diosa frío, helado,
Mientras hervia la pasion en ella;