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Eran de Grecia el mas brillante ornato.
Llenos estaban de su gloria excelsa
La Helada y Argo...¡y ora el hijo mio,
El hijo de mis venas, corre en presa
Del mar instable á las furentes iras;
Desparece, se ignora su partida
Y yo, triste de mí, nada recelo!
¡Despiadadas! ¡vosotros lo sabiais
Y de mi sueño estúpido ninguna
Me supo dispertar! ¡oh si mi mente
Hubiese tal proyecto sospechado;
Oh cómo de sus ansias á despecho,
Le hubiera en este techo contenido,
O visto hubiera mi postrer desmayo!
Llamad, llamad a Dolio, el leal siervo
Que puso al lado mio el padre amado
Cuando a estos sitios vine, y que es ahora
Custodia de mis plácidos pensiles.
Vaya á Laértes sin demora alguna,
Vaya y le diga tan fatal noticia.
El infeliz anciano á nuestros males
Un remedio hallará, y si no lo hubiese,
Conmigo vendrá, al menos, á llorarlos.
Quizás pueda tambien su crudo llanto
El pueblo enardecer contra los viles
Que codician su sangre y la de Ulises.»
—«¡Oh reina! ¡oh mi señora! a tu albedrío,
Dice Euríclea, mi vida arranca ó salva,
Mas, no temas que aqui te oculte nada.
Todo lo supe yo; yo misma pude
Cuanto pidió entregarle, y sin medida,
De cuanto era preciso proveerle.
Su amor me hizo jurar que antes que, al menos,
Doce veces la aurora nos tornase
Nada te revelara, si no fuese
Que tú á soltar el labio me obligaras;
Rcceló el triste que tu amarga pena