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LA ISLA DEL TESORO

El Capitán que estaba muy cerca de su mensajero entró en el acto y cerró la puerta tras de sí.

—Ahora bien, Capitán Smollet, ¿qué es lo que Vd. tiene que decirnos? Supongo que todo aquí marcha y está arreglado como entre buenos navegantes y verdadera gente de mar.

—Vea Vd., señor, contestó el Capitán, creo que hablar sin rodeos es siempre lo más práctico, aun á riesgo de parecer que se ofende. Hé aquí mi opinión: no me gusta este viaje, no me gusta la tripulación y no me gusta mi segundo á bordo: esto es hablar claro y en plata.

—Tal vez, señor mío, ¿tampoco le gusta á Vd. el buque?, añadió el Caballero, bastante molesto, á lo que me pareció.

—En cuanto á eso nada puedo decir, puesto que no lo he visto moverse aún. Á la simple vista me parece un velero muy hermoso: más no puedo decir.

—Es también muy posible que le disguste á Vd. el Patrón, recalcó el Caballero.

En este punto el Doctor Livesey creyó oportuno intervenir diciendo:

—Un momento, señores, un momento, si Vds. gustan. Esas preguntas no conducen á nada más que á creer una mala voluntad perjudicial. Yo creo que el Capitán, ó ha dicho demasiado ó ha dicho muy poco, y me creo en el deber de requerirle para que nos explique sus palabras. Ha dicho Vd. para comenzar, que no le gusta este viaje. Veamos... ¿por qué?

—Se me ha contratado, señor, por el sistema de lo que llamamos nosotros “pliego cerrado.” Se me ha requerido simplemente para gobernar un navío, llevándolo al