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DEL FIN QUE TUVO EL MENDIGO CIEGO

manos puestas sobre millares de millares ¡y se están allí como idiotas, con los brazos cruzados! Todos Vds. pueden hacerse en un momento tan ricos como reyes con solo encontrar eso que muy bien saben que está por aquí, á su alcance, ¡y ninguno quiere hacer su obligación! ¡Mandrias! ¡mandrias! ninguno de Vds. se atrevió á presentarse á Bill, y tuve que resolverme á hacerlo yo... ¡un ciego! ¡Pues bien yo no quiero perder la suerte que me toca, por culpa de Vds.! ¡Qué! ¿voy á seguir siendo toda la vida un pordiosero que se arrastra, chicaneando y trampeando por un miserable vaso de rom, cuando debo y puedo rodar en coches magníficos? ¡Si esas gentes se volvieran ojo de hormiga, todavía deberían Vds. encontrarlas!

—Cierra tu escotilla, Pew, gruñó uno de ellos, ya hemos pescado los doblones.

—Es seguro que ellos habrán escondido bien el maldito lío, saltó otro. Pero no perdamos tiempo; toma tú los Jorges,[1] Pew, y no estés allí chillando.

Chillando era la palabra verdadera, y al oirla la muy mal contenida cólera del ciego hizo explosión, excitada ya por las objeciones precedentes, de tal suerte y tan furiosamente, que su excitación se sobrepuso á todo; así fué que, empuñando su grueso bastón, arremetió con él á sus secuaces, golpeando con rabia á derecha é izquierda, á pesar de su ceguera, y dejándose oir sus tremendos golpes sobre más de alguno de los más próximos á él.

Estos, á su vez, respondieron vomitando las más horribles injurias y amenazas sobre el perverso ciego, y se

  1. Las monedas inglesas que llevaban el busto del Rey: recuérdese que en el talego las había de todos los cuños y de todas las naciones.—N. d. T.