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CAPÍTULO IV
EL COFRE DEL MUERTO

Sin perder un instante, por supuesto, hice entonces lo que quizás debí haber hecho mucho tiempo antes, que fué contar á mi madre todo lo que sabía, y desde luego ví que nos encontrábamos en una posición sobre manera difícil. Parte del dinero de aquel hombre—si alguno tenía—se nos debía á nosotros evidentemente; pero no era muy presumible que los extraños y siniestros camaradas del Capitán, sobre todo, aquellos dos que ya me eran conocidos, consintieran en deshacerse de parte del botín que pensaban repartirse, por pagar las deudas del hombre muerto. La orden que el Capitán me había dado, como se recordará, de que saltase al punto sobre un caballo y corriese en busca del Doctor Livesey hubiera dejado á mi madre sola y sin protección, por lo cual no había que pensar en ello. La verdad es que nos parecía imposible á ambos el permanecer mucho tiempo en la casa: los rumores más comunes é insignificantes como el carbón cayendo en las hornillas del fogón de la cocina, el tic-tac del reloj de pared y otros por el estilo, nos llenaban, en aquellas circunstancias, de terror supersticioso. Las inmediaciones de la casa nos parecían llenar el aire con el ruido apagado