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EL DISCO NEGRO

primera juventud, antes de que se dedicara á la carrera de marino.

Así pasaron las cosas hasta el día siguiente del entierro de mi padre. Ese día, como á las tres de una tarde nebulosa, helada y desagradable estaba yo parado hacía unos momentos á la puerta del establecimiento, lleno de tristes y desconsoladoras ideas acerca de mi pobre padre, cuando percibí á alguien que se acercaba por el camino lentamente. Era un hombre completamente ciego, porque tentaleaba delante de sí con un palo y llevaba puesta sobre sus ojos y nariz una gran venda verde. Aparecía jorobado como bajo el peso de años ó enfermedad terrible y vestía una vieja y andrajosa capa marina con capuchón, que le daba un aspecto positivamente deforme y horroroso. Yo nunca he visto en mi vida una figura más horripilante y espantable que aquella. Detúvose un instante cerca de la posada y levantando la voz en un tono de canturria extraña y gangosa lanzó al viento esta relación:

—¿Querrá alguna alma caritativa, informar á un pobrecito ciego que ha perdido el don preciosísimo de su vista en la defensa voluntaria de su patria Inglaterra—así bendiga Dios al Rey Jorge—en dónde ó en qué parte de este país se encuentra ahora?

—Está Vd. en la posada del “Almirante Benbow,” caleta del Black Hill, buen hombre, le dije yo.

—Oigo una voz, una voz de joven, me replicó él. ¿Quisiera Vd. darme su mano y guiarme adentro, mi bueno y amable niño?

Tendíle mi mano y en un instante aquella horrible criatura sin vista, que tan dulce hablaba, se apoderó de ella como con una garra. Asustéme tanto que pugné por


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