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LA ISLA DEL TESORO

costumbre de orar los domingos en el agreste cementerio de la isla, le ha conducido á ser ahora un excelente cantor en la iglesia, lo mismo los domingos que en las fiestas de los grandes santos.

De Silver jamás volvimos á saber ni una palabra. Aquel formidable “marino de una sola pierna,” había, por fin, desaparecido del escenario de mi vida. Pero no sería extraño que al cabo se hubiese reunido con su mulata y tal vez á la hora de esta vive aún cómodamente con ella y en la inseparable sociedad de su loro. Quiero creerlo así, porque si en esta vida no le es dable gozar algo, lo que es en la otra, mucho me temo que no le espere cosa alguna que sea de envidiarse.

La gran barra de plata y las armas aún permanecen, á lo que me figuro, en el mismo lugar en que el terrible pirata las sepultara, y permanecerán allí ciertamente hasta que yo vaya por ellas. Empero ni monjas y frailes descalzos me persuadirán á que vaya de nuevo á aquel maldito lugar. Créaseme que las más siniestras pesadillas que suelen aún turbar el reposo de mis tranquilas noches, son aquellas en que me veo trasportado á la Isla del Tesoro, y oigo el sordo mugido de la mar estrellándose en sus escarpadas costas, hasta que me despierto sudoroso sobre mi lecho tan luego como la pesadilla me hace oir la voz aguda y penetrante de Capitán Flint, gritando desesperadamente: “¡Piezas de á ocho! ¡Piezas de á ocho! ¡Piezas de á ocho!”

FIN