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LA ISLA DEL TESORO

compensas verdaderamente miserables. La vista de tantos rostros placenteros y amigables, especialmente los de los negros; el gustar las deliciosas frutas tropicales y, sobre todo, las luces que comenzaban á brillar en la población en calles, puertas y ventanas, me hacían sentir la inmensidad del contraste más grato con nuestra sangrienta estancia en la isla. El Doctor y el Caballero, llevándome consigo, bajaron á tierra con el ánimo de pasar en ella las primeras horas de la noche. Pero una vez allí encontraron al Capitán de un buque de guerra inglés anclado en la bahía, entraron en conversación con él, fueron á bordo de su navío y, en una palabra, se divirtieron tanto y tan bien que sería como el amanecer del día siguiente cuando volvimos á bordo de La Española.

Ben Gunn estaba solo sobre cubierta y, no bien hubimos entrado á bordo, cuando comenzó con las más estrambóticas contorsiones á hacernos una confesión. Silver se había marchado. El hombre de la isla había favorecido su escape en un lanchón costanero, hacía algunas horas, y ahora nos aseguraba que lo había hecho así con el solo ánimo de salvar nuestras vidas, que de seguro habrían corrido riesgo inmenso si aquel “marino de una sola pierna” hubiera seguido á bordo. Pero no era eso todo. El cocinero no se había marchado con las manos vacías. Había hecho un agujero disimuladamente y se había sacado uno de los sacos que contenían unas quinientas guineas, para ayudarse seguramente en sus correrías posteriores. Creo, de veras, que todos nos sentimos archisatisfechos de vernos libres de él á tan poca costa.

Ahora bien, para abreviar lo que aún queda por referir, diré que contratamos allí algunos nuevos y honrados