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LA CAÍDA DE UN CAUDILLO

En un abrir y cerrar de ojos Silver había disparado los dos cañones de una doble pistola sobre el agonizante Merry, y como este desdichado levantase hasta él los ojos en sus últimas convulsiones, le gritó el implacable cocinero:

—Me parece, Jorge, que te he ajustado las cuentas.

En el mismo instante, el Doctor, Gray y Ben Gunn salían, á reunírsenos, de un bosquecillo de mimosas, trayendo entre las manos sus mosquetes humeando todavía.

—¡Adelante, muchachos!, gritó el Doctor. No hay que perder un instante, para impedirles que se apoderen de los botes: ¡adelante! ¡adelante!

Con esta excitativa tan apremiante partimos á paso veloz, sumergiéndonos, algunas veces, hasta el pecho, en las espesuras de retamas y matorrales de toda clase de yerbas.

Silver, en aquellas circunstancias, demostraba el mayor empeño por no separarse de nosotros. Y lo que aquel viejo inválido hizo, abriéndose paso por donde nosotros íbamos, saltando frenéticamente sobre su muleta hasta hacer casi que se destrozaran los músculos de su pecho, todo eso no lo habría podido hacer con más energía y resolución un hombre sano. El Doctor fué de la misma opinión que yo en este particular. Con todo y eso, cuando llegamos á la ceja de la mesa en vía de descender, el hombre aquel venía á unas treinta yardas tras de nosotros y su fatiga era tal que parecía á punto de ahogarse.

—Doctor, gritó: mire Vd. allá; ya no hay prisa ninguna.

En efecto, no la había. Por un claro bastante grande de la meseta podíamos divisar á los tres fugitivos, corrien-