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LA ISLA DEL TESORO

Silver hizo una pausa durante la cual pude observar en los semblantes de Jorge y sus camaradas, que aquella filípica tremenda no había sido pronunciada en vano.

—Eso es por lo que hace al cargo número uno, dijo el acusado endulzando un poco el ceño terriblemente adusto con que hasta allí había hablado, y bajando el diapasón de aquella voz con que acababa hacer retemblar la casa.

—Es cosa que pone á uno enfermo, prosiguió, el disgusto de tener que entenderse con Vds. De todos no hay uno que tenga ni entendimiento, ni memoria; y hasta me admiro de pensar cómo se les iría el santo al cielo á sus mamás que los dejaron meterse á la mar. ¡Á la mar!... ¡Marinos Vds.! “¡caballeros de la fortuna!”... Sastres; ése debe ser su oficio.

—Siga Vd., John, dijo Morgan. Pero háblele á los demás también; no, no más á mí.

—¡Ah! ¡sí! ¡los otros! ¡precioso hato de hombres! ¿no es verdad? Dicen Vds. que esta expedición está desconcertada y descuadernada. ¡Oh! ¡si pudieran Vds. comprender hasta qué punto está descuadernada! ¡ya verían Vds. entonces! Básteme decirles que tenemos todos la horca tan cerca que casi huelo el cáñamo y siento el pescuezo oprimido, de sólo pensar en ello. Ya Vds. habían visto ese espectáculo... ¡qué hermoso! ¿no es verdad? Un hombre cargado de cadenas, suspenso de una cuerda, rodeado de buitres que revolotean sobre su cadáver ó almuerzan tranquilamente con sus entrañas. Y los marineros horrorizados señalándoselo con el dedo, unos á otros, cuando á la hora de la bajamar cruzan en sus barquillas junto al patíbulo. “¿Quién es ese?” dice uno—“¿Ese? ¿y lo preguntas? Pues es John Silver; yo lo co-