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EL CAMPO ENEMIGO

Á todo esto, como se supondrá fácilmente, yo no contestaba una sola palabra. Habíame reclinado contra uno de los muros y desde allí clavaba mis ojos en los de Silver, con bastante descaro y resolución aparentes, pero bien sabe Dios que, entre tanto, la más negra desesperación envolvía mi alma por completo.

Silver dió una ó dos vigorosas fumadas á su pipa con la mayor compostura, y acto continuo prosiguió:

—Ahora bien, Jim, puesto que ya estás aquí, voy á decirte algo de lo que pienso. Yo siempre te he querido, y siempre te he tomado por un mozuelo de ánimo, y por el mismísimo retrato mío cuando era yo como tú, muchacho y buen mozo. Yo siempre quise que tú fueras de los nuestros, y que tomaras la parte que te correspondiera para que pudieses vivir y morir siendo de veras persona. Ahora ya estás aquí, polluelo... ¡tanto mejor! El Capitán Smollet es un buen marino, no cabe duda, tan bueno como yo mismo lo sería, en cualquier tiempo, pero rigoroso en achaques de disciplina. “El deber antes que todo,” es su dicho favorito, y tiene razón, con cien mil diablos. Pero héte aquí emancipado ya de tu Capitán. El Doctor mismo que te quería tanto, lo tienes ahora enojado á muerte contigo—“prófugo malagradecido”—dijo refiriéndose á tí. Así, pues, por más vueltas que le des al asunto, el resultado es que tú ya no puedes ir de nuevo á reunirte con los tuyos, porque ya ellos no te quieren y así, á menos que te propongas encabezar una tercera fracción en la isla, para lo cual tendrías el sentimiento de no tener más compañía que tu sombra, tienes, por fuerza que alistarte bajo las banderas de tu viejo amigo Silver.

Aquel discurso me hizo un grandísimo bien. Por él