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“¡PIEZAS DE Á OCHO!”

to se desvanecían más y más en los nimbos de la oscuridad. Las estrellas eran escasas y pálidas y en el terreno bajo que yo recorría me era imposible evitar el enredarme al paso con zarzas y matorrales ó caer en sinuosidades arenosas.

De pronto cierta claridad inesperada cayó cerca de mí. Alcé la vista; el vislumbre pálido de los rayos lunares se dilataba sobre la cima del “Vigía,” y muy poco después ví algo como un globo de plata alzándose lentamente de sobre las copas de la arboleda: era la luna que salía.

Con esta ayuda pude ya franquear más fácilmente lo que me faltaba de andar, y á veces marcando á paso natural, á veces corriendo, me acercaba á cada momento más y más á la estacada. Sin embargo, como ya me encontraba en el bosque que limita la fortaleza, no me pareció tan fuera de propósito el moderar mi paso y marchar con bastante precaución, pues cierto que hubiera sido un triste fin de mis aventuras el verme atravesado por la bala de un centinela de nuestro campo que hiciera fuego sobre mí, sin conocerme.

La luna se alzaba más y más alto; su luz se desparramaba ya aquí y acullá sobre los espacios que la arboleda del bosque dejaba limpios, y, cosa extraña, frente á mí apareció un resplandor de tinte diferente, entre los pinos. Aquel brillo era rojo y ardiente, pero de vez en cuando se oscurecía, como si fuera un brasero sofocado de tiempo en tiempo por la humareda.

Por vida mía que no podía yo atinar con lo que aquello pudiera ser.

Pero al fin y al cabo llegué á los límites de la parte desarbolada. La extremidad occidental estaba á la sazón