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LA ISLA DEL TESORO

marea había vuelto y el sol estaba á tan pocos grados de su ocaso que las sombras de los pinos de la costa occidental comenzaban ya á cruzar la anchura del fondeadero y á caer sobre la cubierta de La Española. La brisa vespertina se había desatado, y aun cuando muy á cubierto con la colina de los dos picos hacia el Este, las jarcias empezaban ya á silbar un poco, y las sueltas lonas á azotar de un lado para otro.

Comencé entonces á temer algún peligro para el buque: arrié los foques á toda prisa y los eché, sin gran trabajo, sobre cubierta; pero en cuanto á la vela mayor, esta era ya materia mucho más difícil. Por supuesto que al ladearse el navío, el botalón se había colgado hacia afuera, al extremo de que su remate y uno ó dos pies de la vela colgaban sumergidos en el agua. Me pareció que esta circunstancia lo hacía todavía mucho más peligroso, y añádase aún que la compresión era tan fuerte que medio temía yo hacer algo en el asunto. Por último me resolví; saqué mi navaja y corté la cuerda de la verga. El peñol se abatió instantáneamente y una gran curva de lona, ya suelta, flotó esparcida sobre el agua; desde aquel momento, abatido como lo deseaba, ya no me era posible menear la cargadera: esto era todo cuanto estaba en mi poder ejecutar. Por lo demás, La Española debía confiar, como yo mismo, en nuestra buena estrella.

Entre tanto, toda la bahía estaba ya sumergida en la sombra del pinar: recuerdo que los últimos rayos del sol acababan de penetrar por un pequeño claro del boscaje y habían brillado como joyas resplandecientes sobre la diadema de flores de aquel destrozado casco de navío, con sus arbustos, líquenes y musgos marinos. El fresco era