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“¡PIEZAS DE Á OCHO!”

Bajéme en el acto á la cámara y arreglé mi herida como Dios me dió á entender; sentía á causa de ella un dolor bastante agudo y todavía sangraba en abundancia, pero no era ni profunda ni peligrosa, ni sentí que me embargara el libre movimiento de mi brazo. Eché luego una ojeada en mi derredor, y bien convencido ya de que el buque, en cierto sentido, era ya enteramente mío, comencé á pensar en desembarazarlo de su último pasajero, ó sea del cadáver de O’Brien.

Este había caído recargado, á causa de la sacudida del buque, contra la balaustrada, quedando en pie y en una posición horrible, parecida un tanto á la de un vivo, pero bien diverso de un cuerpo con vida en el color y en el donaire, ¡oh! ¡bien diferente! En aquella postura me era muy fácil encontrar el medio de realizar lo que yo quería, y como ya la costumbre de las aventuras trágicas había concluído por hacerme perder todo miedo á los cadáveres, cogí aquel por la cintura como si hubiera sido un saco de salvado y haciendo un buen esfuerzo lo arrojé al agua. La víctima de Hands cayó al mar con un sonoro chapuzón; y el gorro encarnado salió á flote y quedó nadando sobre la superficie. No bien la agitación del agua se hubo calmado, pude ver al horrible muerto yaciendo sobre el cuerpo del timonel y ambos meciéndose suavemente con el meneo del manso fondo de la bahía. O’Brien, aunque todavía bastante joven, era en extremo calvo, y yo veía muy bien aquella su cabeza desnuda descansando sobre las rodillas del hombre que lo había asesinado, en tanto que, rápidos y nerviosos, los peces pasaban azotando aquellas masas inertes.

Solo ya, solo enteramente, estaba sobre la goleta; la