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ISRAEL HANDS

Herido como estaba, era asombroso cuán de prisa podía moverse; con su enmarañado cabello cayéndole sobre el rostro y con su cara misma tan enrojecida por la furia y la precipitación como una bandera de degüello. Desgraciadamente no me quedaba tiempo de ensayar mi otra pistola; esto era ya imposible, y además tenía la certeza de que debía estar tan inutilizada como la otra. Una cosa me apareció clara y fuera de duda y era que yo debía hacer algo que no fuese simplemente retroceder ante él, porque, de seguirlo haciendo así, muy pronto me acorralaría á proa como un momento antes me tenía cogido á popa. Y una vez acorralado, y con nueve ó diez pulgadas de aquella daga dentro de mi cuerpo, podría decir que habían concluído mis aventuras en este lado de la eternidad. Coloqué las palmas de mis manos contra el palo mayor que era bastante grueso y esperé, con el alma en un hilo como suele decirse.

Notando Hands que mi intención era sacarle las vueltas, él también se detuvo y un momento ó dos se pasaron en fingir él ataques y movimientos que yo eludía con la mayor ligereza. Era aquella la repetición de un juego que muchas veces había yo jugado en las rocas de la caleta del Black Hill; pero, con toda seguridad, jamás lo hice con el corazón saltándome tan precipitadamente como entonces. Sin embargo, como acabo de decirlo, aquello era un juego de muchachos, en la forma, si no en el fondo, y creí que podría fácilmente llevar la ventaja en él, muchacho como yo era, sobre un hombre más viejo que yo y con un muslo herido. Á la verdad, mi valor había comenzado á renacer de tal manera que ya me permitía algunos pensamientos arrojados sobre el fin probable de