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LA ISLA DEL TESORO

Pero mientras rumiaba estas ideas no había permanecido ocioso. Había vuelto de nuevo, por el mismo camino, hasta la cámara, me calcé otra vez apresuradamente, eché mano, al acaso, á la primera botella de vino que se me presentó, y con ella para servirme de excusa hice mi reaparición sobre cubierta.

Hands estaba allí, donde lo había dejado, todo encogido y anudado, con los párpados caídos como si quisiera dar á entender que estaba bastante débil para que le fuese dable soportar la luz. Sin embargo, al sentir mis pasos, alzó la vista, rompió el cuello del frasco con la naturalidad del hombre que está acostumbrado á hacer la misma operación con mucha frecuencia y dió un gran sorbo con su frase favorita “¡buena suerte!” En seguida permaneció quieto por algún tiempo, y luego sacando un paquete de tabaco me rogó que le cortara una tajadilla.

—Córteme Vd. un pedazo de eso, dijo; porque yo no tengo navaja y apenas me siento con fuerza para menearme. ¡Ah, Jim, Jim, se me figura que todos mis estayes se han reventado! Córteme un pedacillo, que se me figura será ya el último, porque mi casco hace agua y creo que sin remedio me voy á pique.

—Está bien, no me resisto á cortarle á Vd. su tabaco, pero si yo fuera Vd. y me sintiera mal hasta ese extremo, crea Vd. que lo que haría sería ponerme á pedir á Dios misericordia, como un buen cristiano.

—¿Por qué?, me preguntó. ¿Quiere Vd. decirme por qué?

—¿Cómo por qué?, exclamé yo. Hace un momento precisamente que me preguntaba Vd. algo acerca de los que mueren. Vd. ha hecho traición á su fe. Vd. ha vivido