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LA ISLA DEL TESORO

—Por lo pronto, amigo Hands, continué yo, no me place ver esta bandera izada en el tope de mis mástiles; así es que, con su permiso, procedo á arriarla acto continuo. De eso á nada, prefiero nada.

Esquivando de nuevo los golpes del botalón, fuíme derecho á las correderas del pabellón, tiré de ellas hacia abajo, abatiendo la pirática bandera negra, y no bien la tuve entre mis manos, la arrojé al mar resueltamente.

—¡Viva el Rey!, grité entonces agitando en el aire mi birrete. ¡Ha concluído aquí el Capitán Silver!

Hands continuó observándome con cierto aire mordaz, aunque á hurtadillas, sin levantar, empero, la barba que seguía apoyada sobre el pecho. Un rato después añadió:

—Me parece, Capitán Hawkins, que tendrá Vd. necesidad de alguna ayuda para bajar á tierra, ¿no es verdad? ¿Pues qué le parecería á Vd. que nos entendiéramos?

—Me parece, muy bien, amigo Hands; con toda mi alma: hable Vd.

Y diciendo esto me entregué de nuevo á mi comida con el mayor apetito.

—Ese hombre, comenzó el timonel apuntando débilmente al cadáver, según entiendo, se llamaba O’Brien y era un rematado irlandés; ese hombre, como decía, y yo, desplegamos las velas con el objeto de llevarnos la goleta á su lugar otra vez. ¡Pero ahora, qué! ahora ya se enfrió, y está allí tan tirante como un pantoque, por lo cual lo que yo digo es que quién va ahora á gobernar el buque: eso es lo que yo no veo. Si yo no le doy á Vd. mi ayuda, no es Vd. el que podrá llevar la goleta, ó nada en-